sábado, 15 de noviembre de 2014

ROMANCE  DE  LOS  SANTOS  MÁRTIRES
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    Allá por el siglo cuarto,

según la historia nos cuenta,
una familia cristiana
habitaba en Talavera.
  Tres hermanos, que llevaban

ejemplar vida evangélica
y en honor de Jesucristo 
hacían ricas ofrendas.
   Se llamó el varón  Vicente.
Fue diácono de la Iglesia.
Sus venerables hermanas
fueron   Sabina  y  Cristeta.
   Los tiempos eran muy duros.
Los paganos, sin conciencia,
perseguían a los cristianos
infligiéndoles afrentas.
   Diocleciano  Emperador,
enemigo de la Iglesia,
intentaba destruirla
con fuego, muerte  y  violencia.
   Conminaba a los cristianos
con amenazas sangrientas
a honrar a los dioses falsos
con incienso y con ofrendas.
   El sanguinario  Daciano
gobernaba en estas tierras
cuando Roma decretó
la persecución funesta.
   Pronto corrió por calles 
la sangre de las doncellas,
la de  Leocadia  en  Toledo,
la de  Eulalia  en  Mérida,
    y la de  Justa  y  Rufina,
delicadas  alfareras,
hoy patronas de  Sevilla,
allá por Sierra Morena...
   El odio de los paganos,
la terrible pestilencia,
la fatal persecución
también llegó a  Talavera.
   Un día que el buen  Vicente
administraba en su Iglesia
los sagrados sacramentos
y los " divina misteria ",
   los esbirros de Daciano
le sorprendieron en ella
y con furor le aherrojaron
con grillos y con cadenas.
   Ante los ídolos falsos 
le arrastraron con violencia,
para que los adorara
y les mostrara obediencia.
   Pero él se resistió
con inesperada fuerza
y su pie dejó grabada 
la huella en la dura piedra.
   Un intenso resplandor
deslumbró a los centinelas
y  Vicente se vio libre
de las pesadas cadenas.
   Corre el joven a su casa 
y a sus hermanas alerta
que, para salvar las vidas,
deben huir de  Talavera.
   Recogen todas sus cosas
y los mulos aparejan,
rezan a  Santa María
y a Dios  Padre se encomiendan.
   Días de recios soles,
noches de nieves intensas,
sufrieron los tres hermanos
en el rigor de la sierra.
   Así hicieron el camino 
entre Ávila  y  Talavera,
bebiendo en los arruyelos,
refugiándose en la cuevas.
   Cuando divisaban de  Ávila
las murallas berroqueñas, 
los esbirros de Daciano
sobre ellos caen como hienas.
   En las afueras de  Ávila,
junto a las murallas recias,
Crueles martirios les dieron
con espantosa fiereza.
   En el potro de tormento,
sujetos en una rueda,
descoyuntaron los huesos
de sus brazos y sus piernas.
   Y después, con impiedad
digna de brutos y bestias,
con unos grandes peñascos 
aplastaron sus cabezas.
   Un judío que miraba
tan espeluznante escena 
se burló de los cristianos 
con infamante soberbia.
   Pero Dios le castigó
con su justa omnipotencia.
De los peñascos salió
una terrible culebra.
   El monstruo se deslizó
con sigilo entre las piedras
y en el cuello del judío
se enroscó con vehemencia.
   A punto de ser ahogado,
el judío se da cuenta
de su error y se arrepiente
de su burla y su soberbia.
   Promete hacerse cristiano
y levantar una Iglesia
en honor de los tres mártires
y su muerte tan horrenda.
   A grandes voces promete
enterrarlos con decencia,
labrándoles un sepulcro,
todo ello a sus expensas.
   Ya sin resuello el judío
a Dios suplica clemencia.
Y en este punto aflojó 
y se marchó la culebra.
   Estas fueron las señales 
que la Divina Grandeza 
obró con los  Santos  Mártires,
orgullo de   Talavera de la Reina.
   El judío, convertido,
construyó la antigua Iglesia
y labró el primer sepulcro
según piadosa leyenda.
   Ávila, entre muchas otras,
guarda estas joyas señeras.
A los Mártires los honra
por patronos Talavera de la Reina.